Homilía del padre Carlos Padilla - 12 de mayo

Sábado 11 de mayo de 2024 | P. Carlos Padilla Esteban

La Ascensión del Señor

Hechos de los apóstoles 1,1-11; Efesios 4,1-13; Marcos 16,15-20

«Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? Este que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá así tal como le habéis visto subir al cielo»

12 mayo 2024    P. Carlos Padilla Esteban

«La alegría de la ascensión me pone en camino hasta el fin del mundo. Dios sabrá dónde va a llevarme, dónde me necesita. Me dejo llevar para hacer posible lo imposible en el Espíritu»

¡Cuánto me cuesta amar a quien me grita, a quien me trata mal! Siento que hay guerra dentro del alma del que me odia. No lo juzgo sin conocer su historia, su pasado, su origen. Es fácil interpretar de dónde brota la rabia que muestran. Me hago una imagen y me alejo del que me hace daño. Jesús me dijo que ofreciera la otra mejilla, pero yo la escondo. No quiero que me hagan sufrir más. Huyo del dolor y del sufrimiento. Si alguien me ataca, y me hiere con gestos y palabras, yo me escondo. No quiero vivir con quien me trata mal, es tóxico. ¿Cómo puedes pedirme que te quiera después de gritarme? ¿Qué puedo hacer con tu violencia que me rompe por dentro? ¿Cómo recomponer el jarrón de mi alma que se ha roto en mil pedazos? No pretendas que te abrace después de haberme golpeado. O que te diga palabras bonitas cuando me has herido con tus gritos. No puedo cambiarte al mismo tiempo que te exijo que cambies. Haz algo, te suplico mientras tú me dices que no puedes hacer nada. Y lo entiendo, no eres capaz de cambiar tú solo. No sé cómo haré para amarte sintiendo tu odio. No sé cómo lograré calmarme en medio de tu rabia. No sé cómo conseguiré que mi alma sonría después de tantas lágrimas. No te juzgo, no te condeno. Sólo no sé si soy capaz de seguir amándote. Porque así es el alma humana, aunque tú no te des cuenta. La piel del alma es demasiado fina. Cualquier grito, cualquier golpe la rasga sin remedio. No hay vuelta atrás. No hay un nuevo principio desde el olvido, desde el perdón. Habrá otro lugar desde el que se parta. Puede que un lugar nuevo, un origen diferente, acabada la batalla. Pero en medio de un campo lleno de cadáveres no abundan los abrazos ni las sonrisas. Sólo las lágrimas y una pena profunda que no consigo que desaparezca inmediatamente. Me gustaría vencer los miedos y superar las angustias. Desterrar los sinsabores y olvidar las heridas causadas. Pero ahí están, en lo hondo sigo oyendo una voz estridente. Y escucho golpes e insultos. Yo sólo sigo oyendo sin hacer nada, mis labios mudos. ¿Cómo te puedo perdonar si no tengo fuerzas? No es fácil el perdón, mucho menos el olvido. La piel rasgada y el viento que sigue soplando por encima de mis sueños. Tengo miedo de no ser capaz de vencer en esta vida. Hace falta volver a nacer después de haber muerto muchas veces. Es necesario reconciliarme con mi historia para abrazarte de nuevo. Y te diré que te quiero con un amor que no es el mío. El mío está condicionado a tu cambio. El de Dios no, ese amor es distinto. No pone condiciones, no exige conversiones. Sólo abraza con ternura, con una suave delicadeza que viene de lo más alto del cielo. Huelen a soledad las heridas del que ha sido herido. Porque luego cuesta volver a creer en el amor y en la inocencia. Cuesta inventarse una nueva vida que haga del pasado sólo el humus sobre el que dejar nacer un nuevo jardín, un bosque incluso en el que sea posible creer en el futuro y en un mundo nuevo. Será que los comienzos los escriben los niños. Y los finales los ancianos que perdieron la inocencia. No quiero escribir el final de ninguna historia. Sólo quiero escribir nuevos comienzos y volver a comenzar siempre de nuevo. Reparar lo que está quebrado. Resanar lo que sangra y duele. Perdonar, pedir perdón, abrazar. Sostener, levantar, alegrar. Callar para no herir con palabras. Esperar para no precipitarme en mis decisiones. Hacer las cosas bien para que haya buen ambiente a mi alrededor. Acoger al que llega, respetar al que no piensa como yo. Al que no es tan inocente, al que no me trata como yo espero. Aceptar al diferente, al que no piensa como yo pienso. Quiero mirar la vida con paz, pacificando, animando, alegrando la vida de los más tristes. Voy a perdonar a los que más daño me hacen. No sé cuánto tardaré, pero necesito mi tiempo para hacer ese largo camino. Quiero perdonarme a mí mismo para poder empezar de nuevo cada mañana y perdonar a los demás. El perdón a mí mismo cuesta. Veo mis límites, mis barreras y sé que hiero sin querer e incluso queriendo. Hago daño, ofendo, dejo abandonado después a quien digo querer amar hasta el final de mi vida. No es tan sencillo el perdón propio. Ojalá Dios me regale esa gracia. Necesito encontrar personas que me amen de forma incondicional para poder amar yo como ellas. 

Una palmera, dos nogales, un toronjo se elevan en medio del desierto con sus hojas verdes. Me hablan de la resiliencia que quisiera tener yo en mi vida. Anhelo ser capaz de mantenerme bien en medio de los fracasos, de los contratiempos y las contrariedades de esta vida. No siempre lo consigo y vivo enfadado con el mundo, molesto, amargado. Porque las cosas no salen bien. Y pierdo mis hojas verdes, mi alegría, mi entusiasmo. Me dejo llevar por el pesar de las derrotas del momento y me seco. Siento que la vida es demasiado corta como para desperdiciarla. Árboles con hojas verdes rodeados de tierra seca, árida, de un hoyo profundo, cuando falta la lluvia y escasea el agua. Necesito que haya veneros y pozos milagrosos que me den el agua que necesito. La vida puede ser un desierto cuando no tengo claro hacia dónde voy, desconozco el sentido de mis pasos. Un jardín en medio de la sequedad, un vergel rodeado de aridez, un oasis que me garantice que allí puedo cargar de amor el corazón, de esperanza, de luz. Un santuario hondo, con raíces profundas. Sin raíces todo se muere rápidamente. Las raíces hondas buscan el agua en lo profundo de la tierra. No viven esperando a que caigan unas gotas de agua del cielo, como el mendigo que sueña con las migajas que la vida le dé. Hay más agua en lo profundo. Tengo que excavar mucho más hondo. La Iglesia siempre ha sido un hospital de campaña. En medio de las batallas del día a día quedan muchos heridos. Hace falta que haya un lugar al que ir, un hospital en el que muchos puedan sanar, recomponer sus vidas, rearmar su presente y su futuro. Un espacio sagrado. Los lugares santos tienen algo especial. Hay allí una presencia visible del cielo y en esos lugares es más fácil tocar a Dios, verlo con los propios ojos, sentirlo muy dentro, a mi lado, caminando conmigo. Necesito un hogar en el que las raíces me indiquen a qué lugar pertenezco. La seguridad y la serenidad de saber que hay alguien que siempre me espera. María está ahí aguardando mi llegada. Es esta tierra mariana, es suya, como ese manto de la Virgen de Guadalupe que une el cielo y la tierra. Bajo tu manto, le digo a María confiado. Un manto inmenso que alberga muchos corazones. En María nadie teme nada porque Ella sabe lo que necesito. ¿No está acaso ella aquí que es mi madre? Es la que me consuela y me quita los miedos. Ya no necesito volver continuamente al pasado lleno de tristeza. Ella me regala la misericordia de Dios. He sido perdonado, sólo tengo que perdonarme yo a mí mismo para poder vivir. Y cuando encuentre ese lugar donde descansar ocurrirán milagros. Porque estoy llamado a ser misericordioso con los demás. Llegarán a mí y descansarán porque encontrarán en mí una mirada misericordiosa antes que un juicio. Encontrarán acogida y respeto. Hallarán agua en mi voz, en mi abrazo, en mis silencios. Y sabrán que los quiero por lo que son, pasando por alto sus caídas y errores. No quiero que dentro de mí habite un juez iracundo que no cree en la misericordia y salta lleno de rabia al ver cualquier acto incorrecto de los demás. Quiero ser digno de confianza. Quiero ser hogar para el que necesita encontrar una tierra donde echar raíces. Ser aceptado antes que escuchar el juicio. Necesito confiar más en Dios en medio de mi vida. Que mis raíces se hundan en su corazón de Padre. Sólo así podré caminar seguro. ¿En quién tengo puesta mi confianza? Sólo en Dios puedo descansar tranquilo. Él me mira con ojos de misericordia. Me acoge, me abraza. A veces puedo ser más duro con mis errores y con los de mi prójimo que el mismo Dios. Me condeno y no me perdono. Necesito llegar a este hogar para tener esperanza. Sentir que puedo ser sanado de todas mis dolencias, de mis heridas, de mis roturas. Puedo también mirar hacia delante. ¿Por qué sigo dudando? ¿Por qué tiemblo con miedo? No quiero temer. En este hogar santo, en este lugar sagrado me sé amado y el futuro es más fácil. No resultarán todos los planes, no se cumplirán mis expectativas. No me importa tanto el futuro que se me abre incierto. La inseguridad de los días que vivo. ¿Quién me garantiza que todo va a salir bien? Mis días están contados por Dios y yo desconozco lo que será de mí mañana. Esperanza es la palabra que resuena en estos tiempos de guerra y crisis. Tiempos inciertos y duros. Tiempos de miedos oscuros. Hay luz en lo profundo de la tierra, en este hogar santo que me cobija. Un santuario en el corazón de esta ciudad. Un espacio bajo el manto de María en el que puedo ser yo mismo sin miedo, sin turbarme. No encontraré todas las respuestas, pero recibiré paz en medio de mis guerras. Me darán agua para calmar la sed de estos tiempos de desierto. Y hallaré luz en medio de mi oscuridad. Dejaré mi stress y mi cansancio en manos de María. Ella sabe qué hacer con mi precariedad. Me levanta por encima de todos mis temores. Un refugio momentáneo para vencer en próximas batallas. Allí se renovará mi corazón cansado y frío. Allí volveré al primer amor que movió mi vida. No necesito más compensaciones que descansar en el corazón de María. En ella todo lo que me pesa se vuelve liviano. Un santuario que acoja a todos, sin distinciones. Donde no tenga que presentar mis méritos para ser aceptado. Allí puedo ser yo mismo, respetando mi originalidad, mi belleza única. No me salvan mis méritos. Me salva permanecer unido a la fuente de la que brota un surtidor de agua viva. No me desespero, aquí siempre habrá suficientes aguas subterráneas.

Hace falta tener un corazón de niño para poder ver a Dios. Para poder entrar al cielo, para poder creer en lo imposible, para no desesperarme y pensar que la vida tiene mucho de juego y mucho de sueños. Ser niño para ser más dócil, más flexible, más maleable en las manos de ese Dios que me ama con locura. Niño para que la puerta del cielo, que es pequeña, quede a mi altura de niño. No hace falta volver a nacer sólo basta con dejar a un lado las rigideces y las ataduras que no me dejan ser libre. En mi interior vive un niño escondido, guardado, reprimido. Un niño ingenuo al que le gustan los juegos y las risas. Un niño que se emociona, que abraza y besa. Un niño que no guarda sus sentimientos sino que los proclama abiertamente. Un niño capaz de imaginar un mundo de fantasía y vivir aventuras dentro de su corazón, casi sin tener que salir de casa. Un niño apasionado por la vida que cree todo lo que aquellos a los que ama le dicen, ¿Cómo poder dudar del que me ama? Confía plenamente cuando alguien lo ha abrazado con ternura. No se olvida nunca el contacto de la piel cuando uno es niño. Un niño que vive sin tiempos, sin horarios, sin agenda, sin compromisos. Un niño que sólo necesita saber qué es lo próximo que puede emprender en esta vida que no tiene término. Hacia dónde va a ir. Con quién va a jugar. Dónde va a seguir disfrutando el presente. El niño que llevo dentro a veces queda reprimido por la prudencia que el adulto de mi alma le pide continuamente. Porque el adulto siempre tiene clara qué es lo más beneficioso para él, lo más razonable, lo lógico, pero él no lo entiende. No cree necesarias tantas exigencias, tantas prohibiciones, tantos límites que le impone el parental que también habita dentro de mí. Se cree capaz de todo si está protegido por los suyos. En casa, en su hogar, no teme. Se da como es, se entrega sin máscaras. Ante las normas. Cuando le dicen: Esto lo puedes hacer, esto no, así no, no de esta manera. El niño se rebela u obedece. Llora de rabia o lo acepta compungido y en silencio. El niño que llevo dentro no tiene paciencia. Quiere que las cosas sean ahora, como él lo quiere, en este mismo momento. No está dispuesto a esperar, no quiere que lo defrauden. No entiende eso de aplazar la recompensa o esperar a un mejor momento para comerse un dulce. ¿Para qué sirve la espera? El niño que vive escondido en mi alma es muy veraz, no sabe de mentiras, dice lo que piensa, no cree que puedan ofender sus palabras porque las dice con amor. No vive ocultando sus cosas, no le importa que otros las conozcan. El niño es ingenuo, inocente y lo cree todo, hasta los más grandes disparates. Cree que un elefante puede volar y que el mar se cae cuando la tierra se acaba. El niño soñador desea vivir siempre en un país de fantasía en el que todos sus deseos se hagan realidad inmediatamente. No entiende de normas ni de límites. No sabe que las prohibiciones pueden tener un sentido. Ese niño sonríe siempre, porque la risa está al alcance de sus labios. También deja que broten sus lágrimas cuando se frustra y no es capaz de vivir con paz los conflictos de esta vida. Ese niño ha volado en aviones de papel. Ha inventado un super héroe que lleva su mismo nombre y vuela por los cielos. Tiene poderes que nadie ve, para él son tan reales. Es capaz de estar volando en el cielo como nadando en el ancho mar. Todo es posible, está en sus manos. Mata a sus enemigos que son mucho más poderosos y numerosos y vence en todas las batallas. Ese niño es feliz con poco, no le exige a la vida más de lo que ha soñado, que ya es bastante. Es capaz de dejar algo inconcluso y comenzar una aventura diferente sin el menor esfuerzo. Cambia de rumbo, inventa algo nuevo. Le gustan los abrazos largos y profundos. Esos abrazos en los que se siente cobijado en el corazón de Dios. Porque para él Dios tiene la misma piel que la de sus seres amados. Dios y los suyos son la misma cosa. ¿Cómo se puede diferenciar lo corporal de lo espiritual? Está todo unido. Lo finito y lo infinito. La vida con muerte y la vida eterna. Ese niño se asusta con facilidad. Cuando siente que los brazos de su padre están lejos o la sonrisa de su madre se ha desvanecido. En esos momentos se turba inquieto y llora, se siente muy solo. Le asustan los gritos y las reacciones desproporcionadas, cuando no hay motivos para ello. Le da miedo la violencia, le asusta cuando lo zarandean o le exigen hacer algo que él no quiere hacer. El niño que llevo dentro vive sometido a mis normas. No dejo que se exceda en sus expresiones porque me da miedo que haga el ridículo y me deje en evidencia. No quiero que grite mucho cuando esté contento. Y que tampoco llore tanto cuando se encuentre triste. Porque a veces está triste sin un motivo claro y ni él mismo entiende lo que le sucede. Simplemente se enfada cuando las cosas no son como esperaba. No le gusta el agua de la bañera y tener que dormirse cuando sólo quiere jugar. No le agradan las personas que insultan y hacen daño. Huye de los que se ríen de él. Y cuando se siente ofendido se esconde. El niño que llevo en mi corazón no desea que sus planes sean alterados por las circunstancias y los deseos ajenos. Ama la vida y no dejará nunca de luchar y de vivir plenamente. No quiero que mi niño huya, no deseo que se esconda. Quiero dejarlo libre para hacer que la vida de los demás sea más alegre.

A veces veo a personas que viven una doble vida. No una de pecado y otra santa, no, eso no. Aunque también las hay. Me refiero a los que viven en el cielo sin los pies en la tierra. Son capaces de hablar místicamente de lo que les sucede. Y luego vivir según la carne casi sin darse cuenta las cosas importantes de su vida. Pasan de un extremo al otro llevando adelante dos vidas totalmente enfrentadas y separadas. Siento que en su corazón tienen el deseo de integrarlo todo. Como quien junta el agua y el aceite y espera que formen una masa única, uniforme. No resulta. El aceite sube a la superficie, el agua lo sostiene, pero no se mezcla. Dos vidas en paralelo. En una de ellas casi levitan y sienten que Dios habita en su corazón. En la otra vida se arrastran por el polvo y no encuentran felicidad en nada de lo que el mundo les ha regalado. Huyen del mundo porque este las vuelve infelices. No logran permanecer todo el tiempo en las nubes del cielo y eso les genera frustración. ¿Cómo puedo unir esa doble tendencia que hay en mi corazón? ¿Lograré que Dios esté disuelto en todo lo que hago, como un perfume que con su fragancia lo impregna todo de buen olor? No lo sé, no es tan sencillo. Acabo agotado de tanto luchar por tocar el cielo en la tierra, el sol en la oscuridad de la noche. Me quedo como uno más de esos galileos que el día de la Ascensión de Jesús a los cielos no podían dejar de mirar las alturas: «Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? Este que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá así tal como le habéis visto subir al cielo». Miraban el cielo con una mezcla de estupor y tristeza, de nostalgia y de miedo. Quedarme ahí mirando al cielo me paraliza. No hago nada más que mirar esas nubes que ocultan a Cristo. ¿En qué lugar del cielo estará escondido Dios? Es la pregunta que se hace en mi corazón el niño que llevo dentro. Como queriendo desentrañar los misterios de los cielos. Nada más lejos de mi comprensión: «Los que estaban reunidos le preguntaron: - Señor, ¿es en este momento cuando vas a restablecer el Reino de Israel? Él les contestó: - A vosotros no os toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad, sino que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra». Imposible saber lo que no me corresponde. No está en mis manos saber cuándo llegará el momento de atravesar los muros que separan este mundo del otro. Esta tierra me impide volar hasta ese cielo en el que mis alas no pararán de subir a las alturas. Tiemblo al pensar en mi incapacidad para llegar a las alturas. Es difícil encontrar una respuesta a tantas interrogantes que me confunden. No sé hacerlo bien, dudo. Quisiera seguir mirando al cielo, contemplando las nubes que se mueven lentamente en las alturas. Deseando llegar más alto, más dentro. No lo logro porque tengo una incapacidad en mi alma. No uno, separo las cosas que hay en mí. Lo del cielo y lo de la tierra. El placer humano y el divino. ¿Será malo el placer que siento? ¿Estará Dios en esta carne mía que necesita la entrega continua, el darse sin reposo? ¿Será posible que Dios habite en mí cada día, en todo momento? Me abruma pensar que no soy capaz de unir las cosas en mi corazón. Todo lo separo. Soy místico y a la vez demasiado apegado al mundo. Capaz de pensamientos muy elevados y de los más terrenales. Deseoso por dar la vida por amor y dependiente en mis esclavitudes. Dos mundos que no se reconcilian, como el agua y el aceite. Como si no fuera posible unir lo que no está unido. ¿Podrá Dios hacerme nacer de nuevo? ¿Para qué me creo en mi carne si sabía que esa carne podría ser una cárcel que me impidiera alcanzar las alturas? En un vano intento por llegar más lejos corro deprisa. Me abrazo a un madero. Me cuelgo de esa cruz con Él, abrazado en su pecho abierto. Queriendo romper esa división en la que vivo. Ni totalmente de Dios, ni totalmente del mundo. Una mediocridad digna de mi reproche. Ni un gran pecador, ni un gran santo. simplemente un pobre hombre incapaz de besar el cielo y vivir reconciliado con su propia vida. Y eso que he visto a Jesús muchas veces en mi vida. Los apóstoles también habían visto a Jesús resucitado: «El primer libro lo escribí, Teófilo, sobre todo lo que Jesús hizo y enseñó desde un principio hasta el día en que, después de haber dado instrucciones por medio del Espíritu Santo a los apóstoles que había elegido, fue llevado al cielo. A estos mismos, después de su pasión, se les presentó dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles acerca de lo referente al Reino de Dios. Mientras estaba comiendo con ellos, les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre. Fue levantado en presencia de ellos, y una nube le ocultó a sus ojos». Cuarenta días no bastaron para que ellos creyeran de verdad que estaba vivo y que su vida no podría ser igual a partir de ese momento. Vivirían divididos, rotos, deseando el cielo y amando la tierra. Capaces de lo mejor y de lo peor al mismo tiempo. Desde ese momento la incoherencia de vida, la imposibilidad de ser fieles se apoderó de sus corazones enfermos. Eran unos enamorados volubles. Unos amantes inconsistentes. Capaces de desear la muerte por amor a Jesús y temerosos de que esa muerte que anhelaban los alcanzara. ¿Por qué a veces los cristianos no deseamos tanto llegar al cielo? Está dividido el corazón. Tan de Dios, tan de los hombres. Tan libre y tan esclavo. Tan lleno de amor y capaz del odio más terrible. Hombres de extremos que viven en guerra interior. No son de un bando de forma absoluta y tampoco del otro. Lo que con los labios gritan lo niegan con sus silencios. Lo que desean cumplir se convierte en una losa que pesa sobre sus hombros. Quisiera unirlo todo en mí y sé que sólo el Espíritu de Dios podrá lograrlo.

En la Ascensión del Señor a los cielos se da una mezcla de sentimientos. Imagino perfectamente a los discípulos llenos de pena mirando al cielo. Habían convivido cuarenta días con Jesús resucitado. Se les había aparecido en muchos momentos y les había dejado mensajes de esperanza. ¿Se quedaría para siempre con ellos en esa carne mortal resucitada? ¿No sería ahora acaso más poderoso que antes de morir? Ya la muerte no tendría ningún poder sobre Él. ¿Qué pensarían? Me cuesta ponerme en su lugar. Pero creo que yo me hubiera ilusionado con un futuro mejor que el presente. Sólo de pensar en una vida sin problemas, sin muerte, sin enfermedad, el corazón se llena de alegría, yo me lleno de alegría. Una vida sin tener que sufrir. Sin tristezas y sin ansiedades. Por eso, al ver ascender a Jesús al cielo y desaparecer el corazón se llenaría de una profunda tristeza. Ya no verían su cuerpo, ya no podrían meter sus manos en su costado abierto, en las llagas de sus manos y sus pies. Ya no podrían escucharlo con esa voz fuerte y segura. El corazón se entristece. Necesitaban que esos ángeles los animaran a mirar la vida con alegría. Es lo que me recuerda hoy el salmo, es un día de fiesta: «¡Pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de alegría! Porque el Altísimo, Rey grande sobre la tierra toda. Sube Dios entre aclamaciones, ¡salmodiad para nuestro Dios, salmodiad, salmodiad para nuestro Rey, salmodiad! Que de toda la tierra él es el rey: ¡salmodiad a Dios con destreza! Reina Dios sobre las naciones, Dios, sentado en su sagrado trono». El otro sentimiento contagioso en este día es el de la alegría. Jesús ya ha entrado en el cielo y se sienta con su Padre: «Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios». Jesús ha abierto la puerta de los cielos. Al entrar en cuerpo y alma algo cambia en la historia de mi salvación. Jesús ha entrado en la vida eterna y a ese lugar estoy llamado yo. Allí hay muchas habitaciones en las cuales tendré un espacio para vivir. Esa esperanza llena mi corazón. no estoy hecho para la muerte eterna, sino para la vida eterna. Dios es bueno y me regala la paz, la sabiduría. Jesús, sentado en el cielo, me viene a decir que mi vida es preciosa y que seré parte del cielo cuando muera. No desaparecerá mi carne para siempre. Un día iré en cuerpo y alma al cielo, no sólo en espíritu. Esa certeza me da mucha alegría. A veces en medio del camino siento angustia, ansiedad y pena. Miro al cielo y veo una puerta abierta. Jesús entrando en gloria y majestad. No tengo motivos para temer, para dudar. Su amor es mucho más grande que el odio, que el mal y que la muerte. La esperanza se hace real en mi pecho. No estará a mi lado pero me ha mostrado el camino que tengo que seguir. La palabra que se hace fuerte en este domingo es la de las esperanza y la alegría. Esperanza consiste en anhelar algo que todavía no ha sucedido, todavía no lo tengo en posesión. No es una expectativa, es algo más grande sin forma, sin concreción. Algo que cambiará mi vida para siempre y la hará más plena. Espero la salvación, espero la misericordia de Dios, espero el perdón de todas mis faltas y pecados. Espero un nuevo comienzo que cambie mi vida de forma definitiva. Espero que todo lo que hoy me preocupa deje de tener fuerza. Hoy escucho también: «Este que bajó es el mismo que subió por encima de todos los cielos, para llenarlo todo». Jesús bajó a la tierra y se sometió a la condición humana, limitada y caduca para luego elevarlo todo por encima de los cielos. Me gusta esta reflexión que da tanta vida. Jesús ha venido a mi vida para cambiarla por completo y darle una nueva mirada a mis ojos. Me gusta este Jesús que al subir tira de mí. No quiere que deje de vivir entre los hombres. Pero me recuerda a cada momento que no tengo razones para vivir con desconfianza y miedo. Jesús ha vencido a la muerte y reina ya en el cielo sobre el mal, sobre la enfermedad y todo lo que ahora mismo me perturba. Es un motivo de mucha alegría, no tengo derecho a estar triste. Miro al cielo porque veo que se eleva el Señor y se despide. Luego me vuelvo hacia los hombres para darles esperanza y consuelo. Una misión maravillosa brota de esta nueva forma de vivir Jesús entre los hombres. «Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos». Estoy unido a todos los que como yo confían, sueñan, esperan y no ceden en su amor, en dar la vida. Esa esperanza se contagia porque, al igual que el amor, es algo contagioso. Llenarme de esperanza es un derecho que tengo y un don que puedo entregar a muchos en este mundo donde lo que reina es la desesperanza, la tristeza y la amargura.

Después de ascender al cielo Jesús envía a los suyos por el mundo entero. Tendrá que pasar un tiempo hasta que venga el Espíritu Santo y lo haga posible: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará. Estas son las señales que acompañarán a los que crean: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y aunque beban veneno no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien. Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban». Esta descripción me conmueve. El Espíritu Santo los hará capaces de lo imposible. Impondrán las manos a los enfermos sanándolos. Dominarán el mal e impondrán el bien. No les afectará el veneno de la serpiente. No les hará daño el mal del demonio. Resistirán las tentaciones y vencerán las dificultades que les imponga el camino. Porque el espíritu de lucha no lo perderán. Y serán capaces de sobreponerse a las peores adversidades. Para ello, esos hombres llenos del Espíritu Santo, serían capaces de vivir de una manera nueva como hoy escucho: «Os exhorto, pues, yo, preso por el Señor, a que viváis de una manera digna de la vocación con que habéis sido llamados, con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por amor, poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Él mismo «dio» a unos el ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y maestros, para el recto ordenamiento de los santos en orden a las funciones del ministerio, para edificación del Cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo». Hombres plenos que sepan vivir de una manera diferente. Mansos, humildes, pacientes. Hombres de Dios cada uno llamado a una misión diferente, a un ministerio particular de acuerdo con su vocación. Unos apóstoles, otros profetas. Me gusta esa forma de vivir la fe. Me conmueve ese espíritu generoso. Necesito ir al mundo entero a anunciar el Evangelio. Llegar a todos los hombres que no conocen al Señor. Tengo en el corazón el deseo de entregar todo lo que Dios ha sembrado en mi alma. No quiero buscar frutos cuando siga los pasos de Jesús. No necesito dejar huella ni sentir que hay más paz o más conversiones. Eso no está en mi mano. De mí sólo depende amar hasta el extremo y seguir a Jesús a donde quiera llevarme. Con eso me basta. Los poderes que me da son demasiado pequeños. No puedo cambiarlo todo ni lograr que todo el mundo conozca quién es Él. De mí no depende. Callo y dejo que hable Dios en mí. No hago nada y permito que actúe Jesús a través de mis pobres manos. Solo soy un instrumento dócil. La alegría de la ascensión me pone en camino hasta el fin del mundo. Dios sabrá dónde va a llevarme, dónde me necesita. Y sólo me dejo llevar para hacer posible lo imposible y que muchas personas conozcan su rostro en mí. El único Evangelio que el mundo lee es mi vida. Mis actos, mis coherencias y mis inconsistencias. Todo lo que vean en mí les llamará la atención, para bien y para mal. Lo que importa es ser siempre fiel a lo que Dios me pide cada mañana. ¿Dónde está esa nueva tierra a la que Dios me envía? ¿Qué quiere que diga, que haga, que logre? ¿Dónde quiere que entregue mi vida? Hablaré lenguas nuevas, entregaré la paz a los que viven en guerra y esperanza a los desesperanzados. Un motivo para seguir luchando a los que viven vidas difíciles. Y confianza a los que se sienten abandonados por Dios.

 

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